Aqui les traigo otra interesante historia de Roberto Sanmartin. Cuando la leo me llegan aires y aromas de esas épocas tempranas de la aviación llenas de verdaderas aventuras en los aires. Disfrutenla.
LAS MOJARRAS
TAMBIÉN VUELAN
Tal vez esto sucedió hace unos cincuenta y tantos años. Estamos en el aeropuerto Guaymaral, al norte de Bogotá en las instalaciones del Aeroclub de Colombia, reunidos alrededor de la mesa compartiendo gaseosas, empanadas y refrescos; si mal no recuerdo están Fabio Escobar, Daniel D´Costa, tal vez Mauricio Obregón y Rodolfo Faccini con quien éramos amigos desde niños ya que familiarmente existía algún parentesco.
“Camine Roberto! Vamos a dar una vuelta!” me dice Rodolfo. Frente a nosotros, con su característico color amarillo está un Piper PA-11.
Ágil y experto como pocos, Rodolfo manipula controles y palancas, se comunica por la radio, recibe instrucciones y minutos después estamos en el aire. La tarde es clara y despejada, la vista maravillosa y el vuelo tranquilo.
Pienso que ya nos disponemos a regresar porque Rodolfo corta un poco los gases e inicia un picado no muy pronunciado; la velocidad aumenta rápidamente, de pronto siento que nos elevamos casi en vertical y que ahora 3 Ges me mantienen clavado en el asiento. En cuestión de segundos estamos volando “patas arriba”, echo la cabeza hacia atrás tratando de ver el horizonte pero estoy completamente despistado, se inicia el descenso y cuando volamos nuevamente a nivel Rodolfo se voltea y muerto de la risa, socarronamente me dice: “Eso fue un rizo, ¿cómo le pareció?”. — ¡Qué rizo ni que carajos, eso lo que se llama es un looping! —
Piper PA-11 |
Realmente y por cierto bastante movida, fue esa mi primera experiencia de vuelo en un Piper. Pasaron los años y muy ocasionalmente volví a verme con Rodolfo; seguramente hoy, en el más allá, sigue divertiéndose en su Pitts Special de color rojo, haciendo toda suerte de loops, toneles, chandells, barrenas, ochos cubanos, immelmanns, y todo un sinnúmero de acrobacias con la misma gracia y destreza de aquel entonces.
Posteriormente mi actividad como publicista y mi vinculación con Avianca me llevaron a pasar cientos de horas metido en un avión y aunque anteriormente habían sido muchos los DC-4, DC-6, los Connie y los Superconstellation y los Electra en que había volado, con la transición al jet, creo que entre los sesenta y los ochenta, fueron muchos los diferentes reactores en que tuve oportunidad de viajar, pero debo confesar que nunca jamás, en ninguno de esos denominados “heavy metal” he podido sentir lo que se llama el verdadero placer de volar.
Una cosa es el estar volando cómodamente sentado a 33.000 pies de altura, a una velocidad cercana a los 500 nudos, frente a una pantalla digital, saboreando una deliciosa copa de Poully-Fuissé y gozando de una deliciosa temperatura ambiente aunque por fuera esté muchos grados por debajo de los 0º C y otra cosa es estar en mangas de camisa, sentir el calor volando a pocos metros sobre el rio Magdalena a escasos 90 nudos o dejar que la brisa marina entre a bocanadas por tu ventanilla cuando estás en “final” para aterrizar en Tolú, en Cartagena o en Santa Marta.
Una cosa es ver “allá abajo” la Sierra Nevada y otra muy distinta es, después de reportar Zipaquirá y Buvis al control de ruta, tener a tu derecha los aterradores farallones de la Serranía de los Cobardes. Eso es el verdadero y real placer de volar y esas fueron algunas de las experiencias que viví cuando con mi amigo Gabriel volábamos en su PA-18, la famosa “mojarrita”.
Sinceramente añoro y extraño aquellas épocas y hoy en día ni él ni yo estamos en edad de volver a las andanzas. Fueron muchas las ocasiones en las que estando en mi oficina, a eso de las 9 o 10 de la mañana sonaba el teléfono y era Gabriel proponiéndome que fuéramos a almorzar a alguna parte, pero no era propiamente a tal restaurante en el centro o en el norte de la ciudad, sino bien podía ser a Mariquita, Girardot o Paipa ya que por lo avanzado de la hora en el PA-18 no podríamos ir más lejos.
Media hora después estábamos en Guaymaral y mientras él iba a hacer el plan de vuelo yo me encargaba de ir adelantando la inspección de rigor de la “mojarrita”. Por lo general el almuerzo era en Girardot y en más de una ocasión nos tocó dormir en la ciudad porque en el vuelo de regreso, las condiciones meteorológicas “cerraban” las entradas visuales a la Sabana y ni el PA-18 estaba equipado ni Gabriel estaba autorizado para volar instrumentos. Cambio de rumbo 180º, vuelta a aterrizar en el Santiago Vila, pista19, caminata hasta la ciudad, compra de cepillos de dientes y… hasta el día siguiente!
¿Que lo gozamos? Desde luego que si y gracias a ello posteriormente podré contarles algo más sobre “la mojarrita”.
Cordialmente,
Roberto Sanmartín
Continuará...
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