Todo estaba listo para iniciar mi tan soñada escuela de vuelo en cometa (Alas delta).
Eran aquellos días de estudiante en la Universidad cuando vivía en Bogotá a inicio de los ochenta.
Tenía experiencia enseñándole a volar a dos amigos míos, tenía dos cometas, una para alumnos de peso medio y otra pequeña para alumnos livianos, los arneses, los cascos, los radios y todo el equipo para la práctica y la teoría con el pizarrón y los manuales listos.
Me había esmerado en hacer gráficos y dibujos especiales para el manual que hice en español para así promover este deporte del cual estaba ya profundamente enamorado a mis veinticuatro años de edad.
Repartí unos volantes por los centros comerciales donde solían pasar su ratos libres jóvenes posiblemente interesados en tomar mis clases. Trataba de imaginarme mi primer grupo de estudiantes. Me imaginaba que el primero en llegar era algún joven de estos con ínfulas de macho, con cara de súper héroe, que no le teme a nada. Me llenaba de curiosidad por saber que clase de persona desconocida iba a ser mi primer alumno.
En la tarde del siguiente día llegó un campero amarillo y llamaron a la puerta con el timbre eléctrico, común en las casas de mi país. Preguntaron por mí y al abrir la puerta me encontré con una señora y dos niñas en su uniforme de colegio. Enseguida pensé que se habían equivocado de casa, ¡Pero habían preguntado por mí!
– Señor don Carlos, quiero inscribir a mis dos hijas en su curso de vuelo en cometa. – Por un momento pensé que se trataba de una broma pero su cara mostraba una firmeza casi sicorígida.
Recordé que en el volante yo no había especificado un mínimo de edad. – ¿Señora, que edades tienen sus hijas? – . – La menor tiene trece y la mayor casi diecisiete, ¿Algún problema? – me responde con cara de mando y le dije, – Bueno…eh, por ahora solo puedo darle clase a la mayor cuando cumpla diecisiete que es el mínimo legal en este tipo de deporte –. Y me dijo, – Bueno, que empiece ya la teoría y que cuando cumpla los diecisiete ¡Que empiece a volar! –.
Miré a su hija mayor y la saludé apretando suavemente su mano guardando mi distancia. La volví a mirar de abajo hacia arriba. La falda de su uniforme estaba sobre su rodilla y dejaba ver unas piernas firmes y bellas. Su cuerpo era esbelto, sus senos definidos y fuertes. Su cabello largo y ondulado rodeaba un rostro serio pero hermoso. Sus ojos eran de un verde azul que penetraba mi mirada.
Por un momento tragué saliva completamente sobrecogido por su belleza. Pienso que ahora la comparo con la guerrera Xeena que sale en las series de Hércules, completamente hermosa, llena de vitalidad, de sensualidad y al mismo tiempo de rudeza y convicción en su feminidad.
Después de que acordamos el día para su primera clase se despidió de nuevo con la mano como lo haría con un profesor desconocido y se subió al campero dejándome ver de nuevo sus hermosas piernas.
Entré a la casa nervioso después de tan femenina sorpresa, y emocionado al mismo tiempo pues tenía ya que preparar todo para sus clases. Acababa de conocer a mi primer alumno…o sea a mi primera alumna.
Para esas épocas era bastante extraño ver a una mujer subirse a estos aparatos. ¡Pero aún más extraño era ver a una señora que quería que sus hijas lo hicieran!
Con el tiempo ella rompía con todos los esquemas preconcebidos que yo tenía de una mujer aprendiendo algo que era "pa' machos". Era excelente estudiante y respondía sin vacilar a todos las fases de teoría. Había en ella mucha determinación pero sentía que para su edad tal vez era demasiado seria. ¿Había alguien diferente detrás de ese bello pero frío rostro? Un día sin que ella lo notara, con un pequeño detalle, me fue revelando su otra cara.
... Continuará.