Estábamos volando con mi instructor Gustavo Guerra en un avión de instrucción Cessna 152 del Aeroclub de Colombia entre Cali y Neiva por el sur de Colombia en los años 80.
Surcábamos los aires a unos siete mil pies de altura concentrados en las tareas del vuelo y hablando para variar ...de aviones. Nos la llevábamos muy bien pues ambos éramos de la zona norte de Colombia y muy afiebrados a la aviación.
El vuelo avanzaba sin novedad hasta que empecé a percibir un extraño olor azufrado que deduje no era subproducto de nuestra digestión. En efecto un travieso demonio empezaba a hacer de las suyas.
Al rato mi instructor me pregunta –¿Usted no ha sentido un olor como a azufre? – Le respondí – Si... que raro. Que sepa no estamos cerca de ninguna zona volcánica. – Y en seguida me respondió, –¿Que es eso que suena atrás?– Sonaba como si una olla llena de agua estuviera hirviendo.
Enseguida empezamos a chequear los instrumentos cuando... ¡Sorpresa! El amperímetro mostraba excesiva carga. Como si tuvieramos un resorte en la mano ambos lanzamos el dedo al interruptor de la batería para apagarlo. Y dijo, – ¡Que volcán ni que nada! Huele a azufre porque el ácido de la batería esta hirviendo!... Carajo! –
Enseguida saqué la lista de chequeo de emergencia y la lei completamente para cerciorarnos de cumplir con todos los aspectos de seguridad.
Nos fuimos la mitad del camino limitando el uso de la batería a solo lo necesario. Menos mal no explotó ni entró en corto. Aterrizamos sin problema y nos tocó esperar a que se enfriara para poderla cambiar.
Hablando de olor a azufre, vendrá otra historia más adelante, pero no será de demonios o algo así, sino de un vuelo al lado de un hermoso volcán en la cordillera colombiana.
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