Continuación...
Se encendió el motor y de nuevo el piloto se comunicó con la torre. No entendí mucho de lo que dijo, pero algo si entendí… la altura a la que saltaríamos eran 13.500 pies, una cifra que nunca olvidaré. Y menos durante el vuelo.
Empezamos a carretear, vi la pista corriendo en sentido contrario al que uno normalmente despega, pues nos acomodamos mirando hacia la cola del avión…
De pronto siento la sensación de flotar, que se me hace novedosa cada vez que me subo a un avión, como si fuera la primera vez… Cogemos altura y el avión hace un giro hacia la izquierda, yendo hacia la cordillera. Así comienza el proceso de ascender, girar y ascender, girar y ascender, tan conocido por los parapentistas...
Miro por la ventana y logro identificar el hotel Gaviotas Fly Inn, donde iba todos los domingos con mi familia a volar aeromodelos… De repente analizo el interior del avión y noto con asombro… “¡Todos están dormidos!” Mi mente me hace malas jugadas y pienso… “¿Estarán enguayabados? ¡Ayy no, no creo que sean tan irresponsables! ¡Mi padre no los dejaría saltar en este estado! ¡Y menos llevando a su hija!”.
Miré hacia todos lados, me sentí perdida, sola, sin saber que hacer… pensando en el salpicón que me acababa de comer… El hombre que iba al lado mío hizo un movimiento y se acomodó de tal forma que su mano izquierda, donde llevaba el altímetro, quedó apoyada en mi pierna. Tuve algo que alimentaba mi angustia y mi ansiedad, y era ver la aguja de un altímetro acercándose a la cifra, que no era cualquier cifra… Pensé en mi familia, en mis planes, en mi futuro. En todo lo que había hecho para estar allí. En mi tía y mi hermanito, que son mis ángeles de la guarda y están conmigo siempre y en todo lugar.
El piloto hizo una seña y todos “despertaron”, aparentemente, pues pasado el tiempo me enteré que es una broma que les hacen siempre a los que son primíparos saltando. Y se vinieron mas bromas, que no ayudaban a mi estado de nervios. – ¿Milton, tomaste tu medicación contra la epilepsia? ¡No vaya a ser que te dé el ataque en pleno salto! – Le dijo una joven que iba en el avión. Milton respondió negativamente, haciendo poco a poco que mis gestos fueran no de miedo, sino de terror…
En tierra había preguntado cuál era el peor momento, en el que más susto iba a sentir. La respuesta la esperaba – Cuando todos empiezan a salir y ves que te llegó el momento de saltar. – me dijeron. Veía cada vez mas la aguja acercarse al tan ansiado pero odiado número. Quería salir de allí, ¡pero no por esa puerta y no a esa altura!. Pensaba en arrepentirme, pero me sentiría la mujer más cobarde del mundo.
De repente vi el primero en salir, el segundo, el tercero. Sentí ganas de llorar. Milton me dio un ligero golpe en el hombro derecho indicándome que debía levantarme. Con esfuerzo lo hice. El viento golpeaba mi cara, me despeinaba e intentaba ponerme unas graciosas gafas de acrílico, puntudas, que me hacían pensar en La Hiedra Venenosa de Batman.
En el momento del despegue habíamos anclado los mosquetones de los hombros, pero aún faltaban los de las caderas. En ese instante ya solo quedábamos 5 o 6 personas en el avión, de aproximadamente 17 o 20 que calculo pudimos haber estado al principio. Después de estar todo perfectamente anclado, nos dispusimos a caminar hacia la puerta del avión.
Por la vibración, el viento, el estar amarrada a una persona detrás de mí y sobre todo los nervios, no podía caminar bien. Me acomodé como me habían indicado en el Aeropuerto, haciendo esfuerzos por poder ver algo, acomodé los 3 o 4 centímetros de la punta de mis tenis sobresaliendo por el borde del avión. Movía por dentro los dedos y no sentía el piso, ni nada sólido debajo.
Ese momento se me hizo eterno, ¡Me aterró! Pude ver perfectamente el perfil del ala. Adelante, la hélice girando. Al frente tenía la cordillera, que no estoy muy segura pero creo que estábamos más altos que ella, con algunas nubes en la cima de las montañas. Y abajo… abajo pude ver la pista del aeropuerto, pequeña, muy pequeña…
También vi a los demás paracaidistas, unos aun en caída libre, y otros ya planeando con hermosos paracaidas de colores sobre sus cabezas. La multitud de gente, que suponía, porque yo misma había estado en esa situación, estaría asombrada, mirando hacia el cielo con la boca abierta, exclamando, intentando enfocar con unos binoculares o tomando fotografías. Entre ellos imaginé a mis padres, rezando, haciendo fuerza para que todo saliera bien, caminando de un lado para otro…
Milton le hizo alguna seña al piloto y pude escuchar y sentir la disminución de potencia en el motor del avión. Éramos los últimos en salir de allí. Mis manos estaban aferradas a la puerta, como si fueran una sola pieza. Debía quitarlas de allí y sostenerlas de las cargaderas del arnés, debía cruzar mis piernas y levantarlas… es decir, parada en el borde de la puerta de un avión volando a 13.500 pies de altura ya no debía, sino que tenía que confiarle mi vida a la fuerza que pudiera tener en las piernas un completo desconocido para cargarme.
De mala gana lo hice, pensando “¿Pero que carajos estoy haciendo acá?”. Milton empezó un conteo regresivo. – ¡Cinco!, ¡Cuatro!, ¡Tres!... – En ese momento lo interrumpí, gritando fuertemente… – ¡Ayy no! ¡No quiero! ¡Me da miedo! – Y volví a sujetarme a la puerta del avión.
No existen palabras capaces de describir la sensación de lo que pasó de ahí en adelante.
Milton saltó. Sentía que la adrenalina me salía por los poros. Empecé a sentir una presión gigantesca en mi cara, sentía la velocidad y mucha dificultad para respirar. No podía escuchar nada ni ver bien, solo enfocaba lo que tenía al frente.
Recuerdo haber visto las montañas, cultivos y otros paracaidistas saludándome y haciéndome señas que yo no entendía. Pude ver el avión alejarse volando sobre nosotros. Me tranquilicé y logré disfrutarlo.
Hicimos un giro a la izquierda y luego otro a la derecha. Me balanceaba y sentía la presión del aire cambiando por todo mi cuerpo mientras mi ropa vibraba fuertemente. Imaginé mis zapatos zafándose y cayendo, algo que me hizo intentar sonreír sin poder lograrlo por la tensión de mi piel. Mis oídos pitaban.
A medida que caíamos pude sentir el cambio de temperatura, agradeciendo al anónimo deportista por haberme prestado su camiseta. Pude mover mis brazos, girar la cabeza y realmente sentir un gran espacio entre mi cuerpo y el planeta.
De repente reconocí el movimiento en las manos de Milton indicando a los demás la apertura del paracaídas. En ese instante, más que miedo, sentí lastima por el salpicón que aun debía estar en mi estomago. Recé para que no tuviera ganas de salir. Pude ver por el rabillo de mi ojo derecho la mano de Milton alcanzando la correa para abrir nuestra salvación. Entendí que él también quería llegar vivo al suelo, como le recomendó mi padre.
Seguidamente no sentí sensación de vacío, ni sentí que me halaban, ni nada similar. La forma más sencilla de explicarlo es como si me hubiera metido a un recipiente con una batidora. Mis extremidades se movían cada una para donde quería.
Mi brazo derecho podía señalar hacia el noroccidente y el otro hacia el sur. La pierna izquierda indicaba el oriente, y la otra muy probablemente el norte. Era algo que de poder verse en cámara lenta creo que sería bastante cómico, complementado por unos gestos que no logro imaginarme...
Continuará...
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Ya volando con el paracaidas abierto. Se alcanza a ver arriba a la izquierda el avión del que saltamos. |