Desde muy pequeño, en los 70s, en el barrio donde vivíamos en Barrancabermeja, Colombia compartía con mi hermano nuestras fantasías de superhéroes, viajes espaciales y todo aquello que queríamos recrear después de una buena película de acción.
El se llama Felipe y cuando nos “picaba” la locura olvidábamos nuestras diferencias y peleas para organizar toda una sesión de teatro y nos poníamos nuestros disfraces de Batman y Robin hechos con mucho esmero por mi madre.
Reuníamos a nuestros amiguitos y nos dedicábamos a pelear contra los malos, subirnos a un bati-móvil imaginario, escondernos en la bati-cueva, escapar en una nave espacial y viajar por esa maravillosa dimensión infantil.
Los años pasaron y dejamos los disfraces por las novias, las amistades, discoteca y la vida de la Universidad. Felipe mantuvo alguna curiosidad por mis actividades de vuelo y una que otra vez me preguntaba como me había ido pero no mostraba mucho interés.
Aqui esta Felipe para esas épocas con una de sus novias, je,je. |
Iniciamos la teoría y me sorprendieron con la rapidez y agilidad con que fueron aprendiendo las bases. Empezamos a viajar al sitio de aprendizaje y empecé a gozar una nueva etapa de amistad con mi hermano y su novia. Fue como reencontrarnos otra vez pero ahora en un juego de adultos.
Mantengo en mi memoria un día muy especial en el área de entrenamiento cuando Felipe estaba tratando de despegar en la cometa Zebra.
Aquí estoy despegando en Chía con la Zebra. Esta foto salió en la revista Cronómetro de deportes en Bogotá en un artículo sobre este deporte. Como se ve en la secuencia salí un poco estoleado. |
Teníamos un radio para comunicarnos. Me situé al final del área de despegue y le di instrucción del momento apropiado de acuerdo al viento para que iniciara su carrera.
En este sitio teníamos a veces el problema de la visibilidad pues justo al frente de nosotros la montaña dejaba pasar la humedad proveniente del valle del río Magdalena el mayor de Colombia y al subir a las frías planicies a más de ocho mil pies de altura se forma una densa niebla.
– Felipe, espere, no vaya a despegar pues se viene un banco de niebla – le dije por el radio.
A veces teníamos que esperar hasta una hora antes de que la visibilidad nos dejara entrenar. Yo sabía que Felipe estaba ansioso por volar. No solo quería saber que se sentía volar por varios segundos sino también impresionar a su novia con su destreza.
Hubo un espacio en que la niebla dijo, “OK, ya los he hecho sufrir un rato, vuelen un poquito”. Felipe hizo su chequeo pre vuelo, niveló las alas y le dije – ¡Ahora! ¡Corra, corra! – Parece que tomó demasiado impulso, la cometa se le adelantó y se lo llevó consigo en una larga arrastrada, sin poder volar. Le noté su cara de enfado y rápidamente estaba levantando la cometa para intentarlo de nuevo. – Felipe, ¿Esta bien? – le pregunté. Noté que se había raspado una rodilla y empezaba a sangrar un poco.
Esto me hizo sentir mal y empecé a sentirme incómodo. No quería ni siquiera una leve herida. Pero esto no le importaba a Felipe pues simplemente quería volar a como diera lugar. Me sentía impotente con un sentimiento mezclado entre ansiedad y culpabilidad. Pero pensé que era su entrenamiento y debía seguirlo apoyando.
Justo antes de su siguiente intento nuestra vieja amiga la niebla se “metió” de nuevo. Pudimos jugar un poco proyectando nuestras sombras sobre la niebla que se avecinaba y podíamos apreciar el efecto óptico de un fantasmagórico arco iris alrededor de nosotros llamado “la gloria”. Pero Felipe no se movía de su puesto esperando el momento.
Volví a bajar y me fui hasta el final del área de aterrizaje para poder ver con anterioridad en que momento se incrementaba la visibilidad.
Apenas vi que se estaba despejando la niebla llamé a Felipe por el radio y le dije, – Listo para despegar que ya casi pasa la niebla. – Desde donde yo estaba a pesar de la corta distancia con Felipe no podía ver a nadie allá arriba en el área de despegue.
De pronto escuché un silbido. Era el inconfundible sonido de la cometa cruzando el aire. – No puede ser, yo no le he dicho que despegue. – Lo que vi delante de mi quedará grabado por siempre en mi memoria. Era una aparición progresiva en tonos grises. Era la silueta de mi hermano debajo de la cometa recogiendo los pies después de una agresiva carrera.
Vi como empezó a volar. Se me vino encima sin cambiar de rumbo. La imagen cambió a colores y abarcó todo mi campo visual. Me embistió por completo, me lancé hacia atrás para evitar el impacto y escuché como pasó zumbando sobre mi cabeza para volverse casi de inmediato otra vez una silueta gris y desaparecer en la niebla.
Cortando el hielo de mi susto le grité, – ¡Estolee yaaaaa! – Que era la señal para iniciar el frenado completo y así poder aterrizar con los pies. Pero fue tarde. Escuché un golpe y como arrastraba las pequeñas ruedas de madera sobre el árido piso.
Salí corriendo hacia él con la angustia en mi garganta de pensar que se hubiese herido. Cuando llegué lo pude ver sacudiéndose la tierra y con un gesto molesto dijo – Me volví a raspar la rodilla, me golpeé el hombro, ¡Pero logré volar! –
Aunque quería saber porque había despegado sin mi indicación me invadió primero la dicha de ver que había volado, – ¡Voló, Felipe, voló! – y le di un fuerte abrazo. Enseguida bajó Maria José gritando, – ¡Carajo, voló y no lo pude ver! – Luego supe que confundió mi grito de “Listo” con la señal de despegue.
Felipe hizo varios vuelos pequeños más adelante pero se retiró del deporte llevándose una interesante experiencia personal. No recuerdo que Maria José haya despegado los pies de la tierra por efecto aerodinámico, excepto cuando brincaba de la dicha viendo a Felipe volar.
Me pongo a pensar y veo como mi forma de enseñar fue influenciada cuando se trataba de un familiar quien estaba dentro del arnés de estudiante. De todas formas me alegro que nunca se lastimara, aunque creo que fue por lo duro de sus huesos ¡Y de su carácter!
Dedicado a mí hermano Felipe, el Robin de mi infancia.