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viernes, 19 de marzo de 2010

SALTO BLANCO



El frío era intenso pero temblaba tal vez de la emoción porque por fin el salto era posible después del mal tiempo.
Estaba al norte de Denver en el estado de Colorado en un pequeño aeropuerto donde me inicié en el paracaidismo. Era mi época de estudiante de inglés a mis veinticinco años de edad por el año 86.

A veces quería decir tantas cosas pero el idioma se me estrellaba en la boca y no me salían las palabras. Pero los gringuitos paracaidistas me pedían que les contara los chistes que me sabía en inglés y así fue como empecé de verdad a soltar el idioma. También era una odisea lograr los dólares y el transporte para poder ir a saltar.

Dejó de nevar y mejoraron las condiciones meteorológicas creando enseguida ese ambiente de preparación y nerviosismo mientras se organizaba el siguiente grupo que iba a saltar.

El piloto sacó de la cabina una especie de cuchara especial para raspar y empezó a retirar todo el hielo que se había acumulado en las alas y el fuselaje.
Luego me puse el paracaídas que me habían rentado y enseguida mi instructor lo inspeccionó en detalle y con la consabida palmadita en la espalda me dio el visto bueno para mi salto.

Mientras esperaba la subida al avión trataba de mantenerme caliente caminando de un lado a otro pero esto me ponía nervioso y terminaba sentado en el piso por el peso en la espalda del paracaídas.

Al subir al avión me volvía a pasar por la mente la voz de mi tío diciéndome, – Carlos tu viniste a estudiar… O dártelas de James Bond? – Y la voz del que dirán que me decía que estaba cometiendo una locura, pero enseguida mi voz intervenía, – ¡Ni loco me quedo en tierra mirando a los demás saltar! –.

El avión subió lentamente y ante mi se fue abriendo el telón del paisaje más blanco que nunca antes había visto.

A los seis mil pies llegó mi turno. El avión me abandonó alejándose hacia arriba y en dos segundos una larga cinta de nylon abrió mi paracaídas dejando arriba mío una gran sombrilla de seda verde. Eran paracaídas redondos que habían sido utilizados por las fuerzas militares y por lo mismo era la forma más barata de saltar pero no así la mejor para aterrizar pues bajaba más rápido que los modernos y había que hacerlo con cuidado.

Todo quedó en silencio, era como estar colgado de un globo, podía escuchar el canto de las aves. Me quedé extasiado al mirar hacia el horizonte. Solo veía inmensos campos cubiertos de nieve. Era casi enceguecedor. Me sentía iluminado de afuera hacia adentro por el brillante color blanco.

Con el control derecho del paracaídas me permití saborear este hermoso paisaje dando una vuelta completa. Al fondo podía ver las montañas Rocallosas que parecían esparcidas con polvo de azúcar. Era como flotar en una blanca fantasía dentro de una película de navidad.

Pero de pronto esa dicha de espectador se transformó en la preocupación del actor. Abajo no podía reconocer los límites de la zona de aterrizaje debido a la nieve. No podía ver bien donde estaban las cercas y los cables eléctricos. A medida que descendía aumentaba el tamaño de mis ojos tratando de descifrar que había allá abajo.

Ya cuando estaba a unos tres pisos de altura pude ver los alambres de púas justo en donde pensaba aterrizar. Evitar los alambres significaba hacer un rápido viraje con posibilidad de un fuerte aterrizaje sin ayuda del viento. Me decidí por el viraje, puse mis pies juntos y al tocar tierra me dejé rodar haciendo más suave el frenado mientras gritaba como un niño jugando entre la nieve.

Estaba feliz por el éxito de esta aventura. Había logrado culminar lo que parecía imposible al principio del día. Me dejé inundar por el blanco silencio de este paisaje a medida que recogía el paracaídas que hacía un bello contraste con la nieve.

Así viví el que fue y ha sido mi único "salto blanco".

(Dibujo de mi autoría)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estuvo bien entretenido tu cuento, me encanto ademas de que me regreso a lo que ha sido uno de mis suenos sin realizar... Gracias.