Estaba emocionado porque por fin íbamos a volar en cometa (Ala Delta) a una ciudad llamada Villavicencio, al piedemonte de los llanos orientales de Colombia. Aparece esta historia en mi bitácora de vuelo para Octubre 11 y 12 de 1981.
El aire frío de la madrugada me hacía sentir en medio de una verdadera aventura. Después de varias horas de incesantes curvas entre los valles por fin divisamos a lo lejos la silueta de la montaña a donde nos dirigíamos y dentro de mi empezaba ya esa ansiedad por saber la dirección e intensidad del viento. Quería que las condiciones climáticas no echaran a perder tan soñado vuelo.
Al acercarnos a la montaña y ver el paisaje al frente mío, hizo que olvidara de lo que estaba hablando. La cordillera termina en esta región y se abre un inmenso océano de verdes llanuras. La vista me dejó perplejo por la costumbre de ver solo montañas y de pronto llegar al límite de otro mundo.
Sin perder tiempo subimos hasta la cima y empezamos a ensamblar nuestras cometas. El viento traía mil aromas de los llanos orientales de Colombia que limitan con Venezuela. Ese olor a cocina de leña mezclado con hojas tropicales de cientos de árboles. Me sobrecogía las ganas de volar hacia el infinito de este paisaje.
Discutimos con Jorge y Edgar sobre el sitio exacto de despegue y aterrizaje de acuerdo al viento. Una vez estaba listo, nivelé las alas, tomé carrera y sabía que mi despegue estaba asegurado. Pero al poner mi primer paso en el elemento aire todo desapareció, como si hubiesen apagado la luz. Grité del susto pero enseguida me di cuenta que mi casco protector me había obstruido la visión y con un movimiento rápido lo recoloqué en mi cabeza. Reapareció el inmenso paisaje de los llanos ante mí. La sorpresa me dejó sin aire, era como si hubiese cambiado de canal, estaba viendo ahora otra película.
Inicié así uno de los vuelos más fabulosos que recuerdo. El viento me daba permiso para quedarme allá arriba todo lo que me diera la gana. Aproveché así para sobrevolar pequeñas casas de campo que se encontraban en las laderas de este lado de la cordillera.
De pronto vi a una humilde mujer con sus dos hijos saliendo de un corral y corrieron hacia mí. Podía ver la sorpresa en sus rostros. Me devolví para verlos de nuevo y así saludarlos. Al llegar sobre ellos pude ver sus ojos bien abiertos. Se me ocurrió en broma gritarle a la señora, – !Que le manda pedir a San Pedro! –.
Tuve que maniobrar de regreso para aprovechar la corriente ascendente. Cuando ya estaba otra vez encima de ellos me sorprendí al escuchar que aquella mujer me gritaba, – ¡Dígale que me mande dos marranos y que me salve la cosecha de este mes y dígale también que quiero unos…!! – El resto no lo pude oír por el ruido del viento en mi cara.
¿Será que ahora es ella la que me esta bromeando? No me quedé con la duda y volví a maniobrar para verlos otra vez y para mayor sorpresa estaba ella con sus ojos cerrados como orando por el milagro que acababan de presenciar.
Simplemente no podía creer lo que estaba viendo. Un poco confundido y tratando de respetar su actitud decidí seguir mi camino. Me sentía avergonzado de ilusionar así a una humilde familia. Pero lo que siguió más adelante sería una sorpresa aún mayor.
Me divertía colocando mi estilizada sombra en forma de delta sobre los techos y patios de aquellos pequeños ranchos. De repente en uno de ellos veo a una ancianita barriendo el solar y al ver la inmensa sombra mira enseguida hacia arriba. Yo la saludo gritándole, – ¿Quiere que la lleve a volar conmigo? –De nuevo tratando de hacer una broma.
Ella corrió hacia adentro del rancho y enseguida salió de nuevo con un paraguas o sombrilla de color negro. Lo abrió y se lo colocó encima de tal forma que no podía verla. Recordé que se trataba de un antiguo agüero indígena para alejar al demonio de sus casas.
Seguí volando y disfrutando de tan intrigante aventura. Me preparé para aterrizar después de una hora de vuelo sobrevolando un campo donde pastaba apaciblemente el ganado. Me acordé que los llaneros nos decían que las vacas pastan con la cola al viento y así las molestan menos los insectos. Usé esta teoría para decidir mi dirección de aproximación y a las vacas les agradezco que haya tenido un suave aterrizaje.
Recogí todo y empecé a caminar hacia el punto de encuentro acordado con mis amigos llevando la cometa desensamblada y el equipo al hombro por un polvoriento camino.
Saludaba a los campesinos a mi paso y mientras me secaba el sudor de mi frente por estar ya en tierra húmeda y cálida, meditaba con una sonrisa... – Fui ángel y demonio… ¡El mismo día! –.
1 comentario:
Ahhhh que historia tan bella, me rei mucho leyendola porque es muy chistosa, pero tiene su toque trascendental tambien, felicitaciones por tan bello blog!
Lumediana
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